Habla con sus animales. Dialoga con la huerta. Mima sus guisos hasta acariciarlos. Y llena de afectividad las mesas. Es el cocinero del monasterio de Santo Espíritu. Es eso y mucho más. En él se simboliza lo que debería ser la vida. Entrega, diálogo y respeto. Respeto a la naturaleza y a las personas. «No importa qué se come sino cómo se ha cocinado», afirma. En sus fogones se cuece la grandeza de lo cotidiano. «La riqueza de la pobreza».
REPORTAJE FOTOGRÁFICO JESÚS TRELIS
En el tren, camino de Gillet, saboreaba poemas de Luis García Montero. Era poco más de las ocho. Junto a las vías se adivinaba el hielo. La huerta escarchada. «En la cara lleva/ tres años perdidos/ y el frío de las seis de la mañana», leí entre los versos del poeta de Granada. Cuando bajé en la estación del pueblo de Camp de Morvedre –un andén tomado por la nada–, pensé en ellos. En esos versos. En que mi rostro llevaba tatuado el helor del invierno desbocado. Y muchos años perdidos. Todos esos en lo que olvidé la verdadera esencia de las cosas. Esa que fray Ángel me iba a mostrar en su casa. Allí, en un monasterio donde el sol más que calentar abraza y el silencio es como un bálsamo para el alma.
«Hoy toca hacer alubias», me dijo el religioso, levantando pausado la tapadera de una hermosísima cazuela de barro. Como un ritual. De ella salió, casi bailando, el vapor tejido con aromas que tomaron la cocina del monasterio. Una cocina espaciosa, luminosa y de resplandecientes azulejos blancos. Repleta de recuerdos: una imagen de la Mare de Déu, muchas cazuelas, una pequeña biblioteca de libros de recetas y una bonita colección de morteros. «Cada uno lo uso para una cosa distinta; el almirez es más para los dulces», me contó el fraile de barba larga y canosa, mirada suave y voz acogedora. Como los monjes que siempre imaginamos.
Ángel tiene el brillo del metal del almirez y la nobleza del majador de mármol. Y aglutina, como el tradicional mortero valenciano, verde y amarillo con tonos vidriados, todo lo que el utensilio de cocina representa: cultura, diversidad, integración, conversación entre la maza y las manos. ¿Qué es sino un allioli? Ese que se hace con tiempo y paciencia. Minutos y mucho sosiego que sólo se dedica a algo cuando lo que se quiere transmitir es cariño. «Yo estoy aquí dentro de casa veinticuatro horas y casi todos los días del año. No salgo a penas, pero cuando me voy, lo que más me espanta de fuera es la prisa y la desestructuración de la vida», explicó.
El religioso franciscano vive venerando el tiempo. Casi acariciándolo. Lo disfruta y lo saborea en toda su expresión. Quizá por eso, a primera hora de la mañana, cuando el sol todavía no ha roto, él ya da su paseo por el campo y activa sus rutinas. Esas en las que constantemente va aplicándole su máxima: la de ir por la vida escuchando y conversando con todo y con todos. También en la cocina.
«Creo que vivimos faltos de diálogo con la naturaleza y con todo en general. Con la naturaleza hay que entablar conversación, no puede existir sometimiento. Si yo exploto a una criatura, no hay diálogo. Si yo me someto a los antojos de una criatura, tampoco hay diálogo; el que se somete soy yo», narró. «Cuando a una gallina la alimento para que ponga más huevos en menos tiempo y sus pechugas sean más grandes, o hincho el hígado de un pato porque lo que busco es mi satisfacción o enriquecimiento, entonces no hay diálogo. Ese se da cuando tú cuidas a un animal y él te da, cuando toca, sus frutos; ahí hay armonía», relató.
Armonía, respeto… yo te doy y tú me das. «Ese mismo mensaje sirve para todos los ámbitos de la sociedad», reflexioné. Fray Ángel, de nuevo, fue muy certero. «Ahora que estamos en Navidad, en el portal de Belén verás la escena más hermosa de diálogo que pueda existir entre los hombres y entre el hombre y la naturaleza. Todos en un mismo plano: los pastores con los reyes y los pobres con los ricos; los hombres con los animales y los fuertes con los débiles, y, en medio de ellos, el Niño Dios, armonizándolo todo».
Dialogamos con tranquilidad. Sin mirar el reloj. Como debía ser. Al tiempo que el fuego, también pausado, iba susurrando su calor al guiso de alubias y, en el horno, un lomo de orza se pochaba paciente. «¿Qué menú va a preparar en Navidad?», pregunté. «No sé», respondió quitándole trascendencia a la pregunta. «Lo sabré el día antes (que coincide que es hoy, Nochebuena); para mí, eso no es lo más importante. Lo importante de verdad es cómo hacer las cosas y el sentido que se les da. Utilizaré lo que tenga; alguna carne o pescado si están a buen precio… Y mis detallitos, algún dulce», dijo en tono socarrón. (Dicen que su arroz con leche es celestial).
Para él, la base de todo está en el sentido que se le da a las cosas. Y hace lo que predica con el cariño que pone a todo lo que desempeña a lo largo del día. En la cocina, en sus rutinas, en esas alubias que parecían, más que un guiso, poesía. «La misma forma de colocar un plato ya cuenta», señaló.
Fray Ángel habla con serenidad, hace las cosas con pausa, deja que los tiempos le marquen el tiempo y no un loco minutero. Todo requiere su cariño, su respeto, su diálogo. Sí, de nuevo el diálogo. Ése que practica hasta cuando hace el pan. Una de las cosas que más le fascina. Porque más que amasar hace una particular sinfonía con el agua, la harina, una pizca de sal y su masa madre. La masa madre que alimenta todos los días. «Está viva», me dijo. «Aquí tienes otro ejemplo: yo le doy y ella me da», remarcó mientras yo observaba en una panera una de sus hogazas: perfecta en la forma, seductora en su tostado, eterna en aroma.
Pan de verdad, como todo lo que allí pasaba. Todo lo que sucedía en el cocina de la humanidad. «Aunque muchos lo nieguen, comer es uno de los momentos principales de una jornada. Cuando queremos hacer algo especial, siempre lo celebramos en la mesa. Las fiestas de los pueblos, están basadas en la comida y la bebida», disertó.
Cuando el religioso de Ciudad Real llegó a Santo Espíritu hace más de una década se dio cuenta que la cocina que se hacía allí, que estaba externalizada, no respondía a sus principios. No hablaba de ellos. «Tenía claro que debía ser acorde a cómo pensamos; porque en la mesa se vive uno de esos momentos en los que se derrocha afectividad», enfatizó. «Es algo que todos necesitamos: querer y que nos quieran. En la vida religiosa, que no nos casamos, también. La hora de la comida es un momento clave en el que expresamos a los demás cariño sentados en la mesa. En ella sonreímos, estamos a gusto, hablamos, nos contamos cosas que nos ocurren…».
Ese afecto se pocha en sus platos. En los guisos de fray Ángel de los que todos te hablan cuando te paseas por el monasterio. «La cuchara les suele gustar», susurró quitándole importancia. «Alguna carne lampreada como las que hacía Juan Altamiras o el salmón con mostaza, también», reconoció. Y lo hizo mencionando a fray Altamiras. También franciscano. Y también cocinero. Eso sí, hace trescientos años.
Altamiras era el motivo por que el que acabé aquel día frío en la cocina de Santo Espíritu. Este monje franciscano creó el primer recetario popular de cocina española allá por 1745. Una obra que acaban de reeditar y cuyo pensamiento se mantiene vivo en uno de los últimos religiosos cocineros. «Su filosofía era hacer de la austeridad, excelencia; de la pobreza, riqueza… Crear un gran plato con los productos más humildes. Como esas habas secas que guisaba, con su buena cocción y un poco de hierbabuena y ajos», sentenció.
«¿Qué te han parecido?», me preguntó después de comerme las alubias y el lomo de orza con pimientos. En mi cara había desaparecido el frío de la madrugada aunque, como en el poema de García Montero, afloraba incontrolable la sensación de haber perdido muchos años. Años sin apreciar, sin valorar, el sentido de las cosas. «Me ha parecido maravilloso», sentencié dejando correr por nuestro lado el silencio. No fue un elogio. Fue un estado de ánimo.
En la huerta crecían coles, brécol y puerros. Al sol, dormían las calabazas. Entre los árboles, resistían naranjos y limoneros. Y en cada rincón del monasterio, fluía tranquila la humanidad, se paseaba la humildad y se imponía la verdad. En el claustro y en la hospedería; en la biblioteca donde acunan incunables y hasta en el corral de las gallinas, esas que cuando son polluelos fray Ángel cobija en su habitación.
Cuando marché, de mi cuaderno de notas caían palabras que hablaban de armonía, solidaridad, respeto, humildad… y hasta los versos de García Montero parecían haberse enamorado del momento:
Mister Cooking y yo mismo os deseamos Feliz Navidad. Y pedimos que estas fiestas os traigas muchas, muchísimas, buenas mesas en las que importe, como predica fray Ángel, más que lo que se come, la pasión y el cariño con que se ha hecho. Navidades de emociones.
Siempre tuyo,
Cook & Jesús