El precio es un factor que nos permite diferenciar productos iguales. El caro es, a priori, mejor; y el barato, peor. Es lamentable llevar esta verdad al extremo pero es innegable que se trata de un indicativo que nuestra sociedad tiene en el subconsciente. Ese adjetivo de “mejor” puede atribuirse por calidad intrínseca, como pasa con muchos alimentos si se compara marca blanca con premium, o por cualidades puramente subjetivas como, fundamentalmente, ocurre en el arte.
Cuando hablamos de la ropa, el precio se vincula al diseño (que se reconoce por la marca) y la durabilidad de la prenda en sí. Sigo oyendo la frase de mis padres: “Cómprate unos zapatos buenos (es decir, caros) para que te duren”.
Esta lógica de mercado, sin embargo, se rompe cuando pensamos en comprar un perro. La raza de moda actualmente es el Bulldog inglés. Este elemento que suelta babas todos el día y tiene enorme propensión a enfermar se llama 1.200 euros como mínimo. Es el más caro de cuantos se puede encontrar con relativa facilidad. ¿Por qué? El subconsciente nos dice que este perro debería ser el más resistente, el que menos problemas diera en casa y el que más felicidad nos debería aportar. ¿Para eso se paga no? La realidad es todo lo contrario. La higiene no es su cualidad y ayuda notablemente a su dueño a que parte de su sueldo lo transfiera a las clínicas veterinarias.
Para dotar de menos lógica al mercado de los perros hay que añadir que se da la extraña situación de que hasta el perro menos agraciado, una vez pasa a formar parte de la vida de su dueño, adquiere un valor tan alto que no hay billetes suficientes como para comprarlo.